Estimados enanitos, les felicito por el continuo pirateo legal que ejercen en este blog y quisiera que leyesen este pequeño relato de Alberto R. Torices (tambíen tú, Dan).
Fdo.: Don Quixote de la Mancha.
“(...) porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos.”
Prólogo de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes
Era una mañana oscura y desapacible. Es probable que lloviera. Terminaba de desayunar en la cocina cuando oí un fuerte ruido de objetos desplomados. Algún libro mal colocado parecía haber caído de su estante, en mi cuarto, justo al otro lado del tabique. No tardó en producirse un nuevo impacto, aún más escandaloso. “Mierda —mascullé—, se va a despertar el niño.” Acudí. Lo que vi al abrir la puerta de mi pequeño despacho no pudo sorprenderme más, pero tampoco dejaba lugar a dudas. Frente a mí, recostado en mi sillón de lectura, con uno de mis libros abierto en el regazo y muchos más amontonados o esparcidos alrededor, estaba Alonso Quijano, también conocido como Don Quijote de la Mancha.
Por más que moví los labios, fui incapaz de articular palabra o sonido alguno. Advertí que temblaba porque parte del café con leche que llevaba en la mano se derramó. Don Quijote me miraba también asombrado, pero no se movió. Salí de la habitación golpeándome contra el marco, y cerré la puerta. Me dije: “Ya está. Ya te volviste loco.” Traté de calmarme, sonreí por si servía de algo, y luego abrí de nuevo la puerta. El hidalgo inmortal seguía allí y, al verme aparecer por segunda vez, se alzó. Dejó caer a un lado el libro que estaba leyendo (Las partículas elementales de Michel Houellebecq, según pude ver). Con la torpeza de quien acaba de salir del sueño, tomó la espada que tenía a un lado. Al blandirla, tiró la lámpara de mi mesa de trabajo, y también el bote de los bolígrafos. Pensé: “Ahora empezará a llorar el niño.” Y más estúpidamente aún: “Me va a llevar un buen rato poner en orden todo esto.”
—¿Quién sois? —preguntó el buen hombre, señalándome con el filo oxidado de su arma.
Su actitud, sin embargo, no era amenazadora. Lo cierto es que estuve a punto de soltar la risa.
—Me llamo Alberto —respondí—. Vivo aquí.
—¿Sois el dueño de esta lúgubre morada?
—Sí... Bueno, más o menos.
—Entonces podréis decirme qué estoy haciendo aquí. ¿Acaso sois vos el artífice del encantamiento en que me hallo?
El tono apremiante de sus palabras contrastaba con su aspecto cansado y un tanto deprimido. Había dejado de señalarme con su espada y, en medio del pandemónium de libros y papeles que había provocado, movía más bien a lástima.
—Creo —le dije— que estoy soñando. Vamos, que esto sólo está pasando en mi cabeza. Algo tendrá que ver, supongo, con el cuarto centenario de su... primera parte.
—A fe mía —respondió él frunciendo el ceño— que vuestra jerigonza me resulta impenetrable. Como la de casi todos estos libros, por cierto.
—Es lógico —repuse—, cuatrocientos son muchos años. Pero no se preocupe, creo que no tardaré en despertar: mi hijo está llorando. De todas formas, ármese de paciencia; es probable que en estas fechas aparezca en los sueños de mucha gente.
Ciertamente, el pobre Alonso Quijano parecía no entender gran cosa de lo que yo le decía. Ahora lamento no haberle preguntado algunas cosas. Pero hubiéramos necesitado un intérprete: no domino el castellano de su época.
—Me gustaría regalarle una cosa, antes de despertar —dije.
Don Quijote de la Mancha me miró con una expresión de ligera sorpresa. Tomé un libro de un rincón bien conocido de mi cuarto y se lo tendí.
—Yo, el monstruo —leyó en la portada—. Qué barbaridad. ¿De qué trata? ¿Es comprensible?
—Es mi primer libro.
Su mirada se llenó, entonces, de lástima y ternura.
—Así pues, sois escritor. En ese caso, permitidme que os diga que sois vos quien debe armarse de paciencia. Es peor ocupación que las galeras.
Sonreí. El niño lloraba cada vez más fuerte y nos despedimos. Al salir de la habitación vi que se sentaba de nuevo y se disponía a leer.
Y desperté. El pequeño Román, en efecto, lloraba; pero antes de ir a sacarlo de su cuna entré en mi habitación. El desorden era el de siempre, quizá algo mayor, y mi primer libro no estaba en su sitio habitual dentro del caos. Ojalá no lo encuentre, cuando me ponga a ordenar todo esto.
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